Hoy día, asistimos a un nuevo impulso de la
pastoral familiar, a nivel eclesial. Innumerables cristianos, hombres y
mujeres, grupos, organizaciones… impulsan el auténtico sentido cristiano del
vivir en familia. Y es que vivir en familia, según los valores cristianos, se
nos presenta como todo un reto.
Los signos de los tiempos piden una urgente
labor misionera a nivel familiar. Nuevas concepciones de la familia logran
posponer el ideal cristiano de la familia a un segundo plano. Y me refiero a
las uniones de hecho entre personas de diferente sexo o de un mismo sexo.
El primer reto que se nos presenta es el de
la fidelidad. La fidelidad matrimonial es una de las características
fundamentales del matrimonio cristiano. Precisamente el matrimonio es la base
de la familia, conformándose como institución natural.
El que dos personas se
amen bajo un mismo techo en el vínculo del amor matrimonial es la punta de
lanza de la familia. Sin ese amor primigenio, no hay familia. En tal caso nos
encontraríamos con dos individuos viviendo hipócrita y lastimosamente sus
vidas.
Es este amor inicial entre hombre y mujer el
iniciador de una comunidad de vida. Desde la libertad y la responsabilidad
ambas personas se estimulan para vivir unidas en la caridad, en la donación
mutua y en la entrega a los demás. Todo ello unido al querer de Dios, que ha
dado el ser a esa vida en común. Y este es el núcleo de la fidelidad cristiana
en el sacramento del matrimonio.
Gracias a la fidelidad conyugal, la pareja
acoge con cariño el principio de conservar la especie, engendrando a sus hijos.
Desde la inteligencia, la sensibilidad, el amor y la ternura, la familia va
fraguando su camino en la fidelidad y el respeto mutuo.
La fidelidad ayuda a crear una comunicación
entre los esposos. Comunicación que se vería cortada con la tradición de uno de
los dos.
La fidelidad, por lo tanto, desarrolla el auténtico matrimonio y
fomenta la pacífica y cariñosa convivencia familiar.
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